jueves, 18 de diciembre de 2008

Espiritualidad de la ausencia

Por Miguel Angel Pichardo Reyes

Lo primero que tenemos que denunciar sobre la espiritualidad, es que ésta no existe en tanto positividad. Se trata, sobre todo, de un significante flotante que es fijado en un sentido determinado por un grupo que lo hegemoniza a través de un discurso reiterativo con eficacia simbólica, esto es, produce una experiencia, de la cual, su discurso, versa sobre la misma experiencia: causa y efecto. De aquí que la espiritualidad sea un recurso ideológico, que como veremos, busca colmar la angustia de la falta-en-ser del sujeto.

Desde esta perspectiva ideológica del poder perlocucionario de la espiritualidad, es menester afirmarla como un modo de producción subjetiva que legitima, legisla y legaliza cierta política del sujeto. La espiritualidad en tanto dispositivo de poder legitima una práctica discursiva (instituciones, actos, normas, gestos, rituales), legisla al sujeto en su materialidad corporea (normativiza el género, las prácticas sexuales, la vestimenta, la movilidad y expresión corporal, la estética), y legaliza las formas de control y castigo (culpa, exclusión, amenaza, condena, disciplina). La espiritualidad produce su propio sujeto, un sujeto “espiritual” que busca ser colmado por el discurso de la trascendencia, el cual se somete al “dictado” del dios que se transmite a través de sus representantes o canales legítimos (textos, dogmas, autoridades, ministros), esto es, de la religión.

Pero también es posible atisbar a una dislocación del significante “espiritualidad” a partir, no tanto del discurso del Ser, en tanto la Idea Absoluta del dios omnisciente, omnipresente y omnipotente. Tampoco de una espiritualidad de la presencia en tanto ilusión neurótica del padre o de la alteridad fetichizada y domesticada (aunque sea la del “pobre”). Es posible pensar la espiritualidad como un espacio construido por un discurso que bordea lo ausentemente indecible.

La espiritualidad ignaciana, y en todo caso, la espiritualidad cristiana es ante todo una espiritualidad del trauma, de la irrupción de lo real traumático en tanto presencia incómoda de lo ausente, del vacío constitutivo del sujeto. De esta forma, la espiritualidad crítica, de lo real traumático, coloca al sujeto frete a su Verdad fundante, en tanto que lo reconoce como negatividad, renunciando a colmar lo inconmable, a decir lo indecible, a aprehender lo imposible de Ser.

Discurso que no fija un sentido, sino que posibilita un espacio de producción continua de significados, de simbolización continua de lo imposible de ser tramitado. Discurso donde se teje la palabra sobre la experiencia de la ausencia; de su angustiante presencia. Discurso en torno a un núcleo traumático, el del Dios hecho hombre, despojado en el Jesús kenótico. Trauma de su pasión y muerte, literalmente, muerte de Dios; asesinato de Dios. Sepulcro que testimonia su inconmensurable e incolmable ausencia. Un Dios que se escapa y no se domestica… experiencia “mística” del Ignacio psicótico de Monserrat y Manresa.

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