lunes, 15 de junio de 2009

Decadencia posmoderna


Por Miguel Angel Pichardo Reyes

Ética para mañana
En Spiderman 2, al héroe se le ofrece la posibilidad de “elegir” dejar de ser Spiderman para vivir la cotidianidad (y finalmente el acceso al amor de Mary Jane) de Peter Parker. Frente a esta opción, Parker se ve persuadido por su tía a través de un discurso donde se ensalza el sacrificio. Lo interesante de esto no es tanto la decisión final que adopta Parker, sino el hecho de que la asunción del lugar del héroe lleva a un desplazamiento de la responsabilidad moral de los neoyorkinos, quienes contaban (y anhelaban) la intervención del homoarácnido en tanto que suponía la descarga de dicha responsabilidad sobre un héroe. Y aquí nos encontramos con el develamiento de que Spiderman es un héroe masoquista que se entrega (sufrientemente) a salvar al Otro (inexistente), siendo que éste declara su imperativo perverso: el mandato de gozar irrestrictamente. Spiderman representa esa mirada tolerante, dispuesta a sacrificarse en beneficio del goce irrestricto de la ley del deseo Superyóico instaurado por el Otro inexistente.

Devorador de “otros”
Ahora bien, la tolerancia lo es tal mientras que el otro deje de ser un totalmente-otro. La violencia de la tolerancia consiste en la neutralización de la excentricidad del otro, la amenaza que supone para la Mismidad del Yo. La Mismidad es tolerante porque que el otro ha sido desprovisto y minado en su fundamentalismo, terrorismo y dogmatismo, entonces, el otro es relativizado, domesticado (integrado al campo del Otro) en su exterioridad por la Totalidad. Del otro no queda más que una idea que es subsumida por la Mismidad. Este es pues, el diálogo de la tolerancia, la neutralización política del otro en su terrorismo, reducido a migrante y víctima. Se es tolerante con el otro sí y sólo sí se le castra como víctima, entonces es objeto de ayuda humanitaria. Pero se es intolerante del otro en tanto terrorista, entonces se es objeto de una guerra cruenta con la venia de la compasiva mirada de los derechos humanos.

En mí más que yo mismo
La llamada de atención recae sobre la distancia que separa al sujeto de su objeto de compasión. El terror que genera el otro no lo es por su excentricidad, sino por la amenaza que representa la semejanza del Yo con el otro. La distancia que separa al otro de la Mismidad no es más que una distancia ideológica que resguarda al Yo de su frágil identidad posmoderna. La semejanza del Yo de la Mismidad con el otro reducido a su condición de indigencia, es la amenaza fundamental, el reconocimiento de la finitud del propio sujeto en su castración, en su falta-en-ser.

Reductos de mismidad
El otro neutralizado políticamente y reducido a souvenir folklórico es la imagen necesaria para el Yo de la Mismidad, antes bien, es la ilusión fundamental inscrita en la demanda, en tanto que en ella no se devela la falta fundamental que la impulsa, ya que ésta se encuentra en el deseo. El Yo demandante de la Mismidad con respecto al otro como carente y víctima (inofensiva, espiritual, excéntrica), se posiciona como omnipotente, siendo esta omnipotencia la que traiciona la totalidad de la Mismidad al confesar la falta en el núcleo mismo de su erección. De aquí la violencia inherente a toda demanda:

“Se trata en ella de demandar al otro, quien como sujeto que tiene su mundo está investido de omnipotencia, que colme (y esto no puede ser sino imaginario) el vacío que uno experimenta en sí, por el reconocimiento o el amor.” (Juranville: 1992)

Dialéctica del Amo y el esclavo
¿No es el mismo lugar simbólico el que soporta, tanto a los opresores colonialistas, como aquellos que buscan la liberación y redención de los pobres y oprimidos? ¿No existe esta misma sensación de omnipotencia en el opresor que en el libertador, así como la misma distancia ideológica, que los salva de la carencia y la castración, con respecto al otro, reducido, ya sea a esclavo, ya como pecador o víctima?

Narcicismo posmoderno
Esta posición, que se aleja de la castración y persigue la ley del deseo, no es otra que la vivencia de un trastorno narcisista del sujeto posmoderno, ya que se ostenta en la omnipotencia ideológica del consumo, la democracia y la salvación del otro, así como del fantasma terrorífico que lo acompaña. Pero es una distancia que busca cubrir su endeble identidad, transgredida por el terrorismo real que marca un trauma como herida narcisista. Este sujeto narcisista se vio herido de forma paradigmática en el ominoso 11/11, donde regresa lo abyecto en forma de síntoma amenazante.

La proyecciones de Freud
Sigmund Freud observaba que los “parafrénicos” mostraban dos rasgos fundamentales de carácter: “el delirio de grandeza y el extrañamiento de su interés respecto del mundo exterior (personas y cosas)”, ya que estos parecían “haber retirado realmente su libido de las personas y cosas del mundo exterior, pero sin sustituirlas por otras en su fantasía”, de esta forma la “libido sustraída del mundo exterior fue conducida al yo, y así surgió una conducta que podemos llamar narcisismo.” (Freud: 2000)

Lo abyecto se disfraza de síntoma
El extraño lugar del sujeto narcisista posmoderno pernocta en el no reconocimiento de su falta, en no necesitar del otro, en su autosuficiencia totalitaria, devolviendo hacia su cuerpo esa energía que se vuelca como enfermedad, concretándose con una “estasis de la libido de objeto, podemos aproximarnos también a la imagen de una estasis de libido yoica, vinculándola con los fenómenos de la hipocondría y de la parafrenia.” (Freud: 2000) Digamos que el vínculo que atraviesa el entretejido discursivo se encuentra, necesariamente, enfermo. El lugar del cuerpo social receptor de la estasis yoica es su padecimiento y su goce, lugar más allá del principio de placer: pulsión de muerte. Todo intento por amputar dicho lugar de libido supondría la anulación de lo que sostiene al sujeto en su identidad. Y es ahí, en ese lugar de la carne enferma y cancerosa, donde retorna lo abyecto, pero ahora en forma de síntoma, ya no desde la exterioridad, sino desde lo extimio.

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